La ley de la selva

Como especie, el hombre nunca me pareció gran cosa. Un simio torpón afectado por un colectivo trastorno narcisista. Se identifica hasta en el nombre que se regaló a sí mismo: homo sapiens. No se conoce bicho que de modo consciente practique con tanto entusiasmo la destrucción sistemática de su hábitat y que pierda la mayor parte de su tiempo en organizarse, en esa estúpida actividad que venimos a denominar política. Basta con escuchar cualquier noticiario para convencerse. Entre Rajoy y Pablo Iglesias, entre la salud de Messi y la tristeza de Ronaldo por su crisis sentimental retransmitida vía twitter, no queda espacio para lo importante. 

Contra nuestra percepción, la realidad nos describe como un animal estúpido que dedica más tiempo a cuidar de sus parásitos que de sus necesidades, que convierte en objetivo vital, el engorde de esas garrapatas que voluntariamente nos colgamos del cuello. Cuando una revienta por sobredosis de sangre, inventamos otra que cumpla sus funciones. 

Se percibe, incluso en el lenguaje. Si algo lo intuimos como un desastre, afirmamos con aires despectivos que aquí rige la ley de la selva. Pero si giramos el zoom y miramos más de cerca, descubrimos que lo despreciado es la norma más perfecta jamás promulgada. Cada rebaño elige como jefe al individuo que mejor refleja las cualidades del grupo. Los guepardos al más rápido, al mejor cazador. Los leones prefieren una fiera. Los gorilas de montaña a quien consideran mejor cualificado para descubrir alimento y defender al resto. Los espaldas doradas son capaces de dar la vida por los suyos si la situación lo requiere. 

Los humanos, los señalados de los dioses, escogemos a los mentirosos, a los falsos, a los egoístas; a los que anteponen de modo antinatural sus intereses a los del grupo; a quienes por encima de la supervivencia de la especie, eligen de modo consciente su bienestar personal. Para ellos inventamos la palabra líder. 

Poseemos una innata capacidad para disfrazar el conservadurismo. Acuñamos términos, modas, con los que aparentar cambios cuando todo permanece constante. En este punto de nuestra pequeña historia cualquier movimiento que se precie presume de horizontal, de feminista, de ecologista, de primarias abiertas. Y sin embargo, si nos fijamos en los hechos y obviamos las palabras, hallamos el mismo discurso de siempre. Los mismos personajes al servicio del mismo guionista. Solo cambian los actores. Lo sabemos. Terminamos afirmando con desgana habrá que elegir lo menos malo. Caemos de nuevo en la trampa de los cazadores. 

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