Andrés Calamaro. Estadio Azteca. #VDLN 239


De Calamaro me repatean sus inclinaciones taurópatas, cómo si no hubiera otro modo de consumir las horas de ocio que torturando hasta la muerte a unos pobres bichos; sus criterios sobre los derechos de autor; su afición a identificarse con mitos del pasado que en poco se corresponden con su manera de vivir el presente; su carácter cambiante; ese perpetuo encontrarse encantado de sí mismo, y hasta sus frecuentes malos modales. Pero me confieso incapaz de perderme una de sus actuaciones a poco que me pillen a distancia aceptable, entendiendo por tal un radio de unos mil kilómetros de allá dónde me encuentre.

Lo mío con este argentino de Buenos Aires excede del encandilamiento por el mito musical hasta transformarse en adicción. Como con el pacharán del bueno, como con ciertos humos malsonantes, como con la poesía de la que ofende y no esas memeces para adolescentes capaces de vender miles de ejemplares. Sé que me dañan, pero más duele prescindir de ellos. Quizá porque yo también me quedo duro cada vez que me enfrento a mi personal Estadio Azteca, porque acostumbro a mantenerme prendido de botellas vacías sin gusto relevante o porque —pese a sentir especial repulsión hacia el dulce— en un mundo repleto de estímulos nocivos, prefiero los caramelos con forma de corazones.



Tras un par de semanas de ausencia obligada por los compromisos, volvemos a dar la nota en un viernes. Que lo disfruten. Si las fiestas que amenazan son de las que les convencen, a gozarlas con salud y en libertad. Si no, hagan el favor de ser igualmente felices.

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