Kælan mikla. Y los sueños, sueños son. #VDLN 147
Aunque nunca llegué a distinguir del todo si la reiteración se correspondía con la realidad o con un personaje más de aquel insistente sueño, en mi recuerdo quedó grabada la idea de que se repetía varias veces en una misma noche. Caminaba tranquilo por una especie de desierto. Mucha arena, algo de viento y una luz deslumbrante, incompatible con la fotofobia que ya desde mis primeros años se postulaba como inseparable compañera de viaje. El aire, dentro del blanco y negro habitual en este tipo de episodios, se mostraba de un gris tan intenso que mi cerebro lo traducía de inmediato al tono magenta. No me pregunten cómo, pero las moléculas de oxígeno se distinguían a simple vista y, pese a lo solitario del paisaje, no me transmitía signo alguno de intranquilidad.
Sin señales previas, todo cambiaba de repente. El cielo se cubría con un raro espectáculo que años más tarde creí identificar como una aurora boreal. Auroras en pleno Sahara, eso sí que es buen sueño, sobre todo para un crío que ni siquiera conocía la existencia de las primeras. Tras la tormenta de polvo levantada al paso del fenómeno, atisbaba en el horizonte algo parecido a un ejército. Sin mostrar síntomas aparentes de agresividad, me provocaban una cierta inquietud. Circulaban en perfecta formación, uniformados y con un rostro tan borroso que impedía distinguir sus facciones. Todos se advertían iguales, absolutamente idénticos.
Tras el primer sobresalto, un terror incontrolable se apoderaba de mi cuerpo. Comenzaba a correr, sin rumbo y sin avanzar. Pese a todos los esfuerzos, las piernas permanecían ancladas al mismo punto del terreno. De golpe, como si algo sobrenatural hubiera acudido en mi rescate, me veía inmerso en un pequeño agujero, muy angosto, pero ampliable, que extendía sus paredes a medida que yo avanzaba en cualquier dirección, manteniendo constante la distancia que me separaba de ellas. Poco a poco recuperaba la serenidad y reconocía aquel espacio en densa penumbra como un hogar seguro. Decenas de gatos, todos negros, me acompañaban. Ni un mal punto iluminado, ni una torpe puerta o cualquier otro dispositivo que comunicara con el resto del universo; al fin me sentía a salvo.
Al rato descubría un minúsculo orificio por el que podía observar el exterior, un poco al modo del periscopio de un submarino. Qué privilegio, contemplarlo todo sin peligro y sin nadie en el entorno que me exigiera una conducta determinada. Los felinos me acariciaban por turnos. Se restregaban contra las piernas y me lamían las orejas (también otras zonas que no es necesario describir con precisión), en un gesto inequívoco de que me reconocían como uno de los suyos. Yo les correspondía en lo referente al aparato auditivo, pero dimitía del resto; a fin de cuentas hasta en sueños me confieso humano y me parecía una marranada eso de chupar culos de gato. No nos hallábamos solos, además de los peludos allí habitaba alguien más, otro ser sin rostro que nunca se expresaba, pero que sin razón conocida, aportaba la calma justa para sentirme en paz.
Me despertaba al observar por aquella extraña mirilla una bota enorme que ennegrecía la visión. Tras el pisotón, pegaba un par de vueltas en la cama y hacía lo que uno hace cuando se levanta a media noche. A juzgar por el rapapolvo familiar del día siguiente, no debía andar muy fino de puntería. Los mayores lo achacaban al sonambulismo que, según ellos, padecía desde el nacimiento. Al principio me molestaba que nadie reconociera mi estado de plena consciencia; no me creía ni la abuela, el único animal que no interpretaba mis dolores de cabeza como una forma de centrar la atención. Luego descubrí que hasta en aquella hiriente incredulidad, podía hallar algo positivo. Qué placer infringir las normas que obligaban a mearse dentro, sin la incomodidad de que alguien me encontrase responsable de semejante vileza. Una infantil venganza personal: dudáis de mí, me obligáis a lo que aborrezco, pero pagareis limpiando mis orines. Algo que, en otros ámbitos y en sentido estrictamente metafórico, intuyo que sigo practicando de algún modo. Después volvía a dormirme y otra vez a soñar con el sueño…
El episodio me persiguió durante buena parte de la vida; invariable, lento y con tal percepción de realidad que aún recuerdo el exquisito olor a tierra mojada inundando el interior de aquel búnker secreto. Del rito suprimí el asunto de la micción cuando comencé a ser yo el responsable de desinfectar los baños. Nadie es lo bastante estúpido como para vengarse de sí mismo.
Aunque supongo que un psicoanalista se pondría guarro interpretándolo, nunca alcancé a comprender el significado de aquel sueño obsesivo; ni, pese a la angustia con la que concluía, puedo calificarlo en rigor como pesadilla. Jamás he percibido mayor sensación de calma que al resguardo de mi refugio subterráneo.
Pronto aprendí a practicarlo despierto. Lo buscaba con ansia en todo momento: cuando me aburría como un salmón en el colegio, cuando me obligaban a jugar en compañía de aquellos estúpidos vecinos porque pertenecían a buena familia, o cuando la policía del pensamiento descubría, bajo el cuaderno en el que alargaba hasta el infinito unos deberes escolares que en sí no debían cobrarse más de cinco minutos, mis primeros manuscritos infantiles o los recortes de prensa con las partidas de Bobby Fischer.
Aquel sueño desapareció sin aparentes razones hace ya algún tiempo. Pero siempre mantuve la duda si de veras se esfumó del inconsciente o seguía allí, repitiéndose en cada oscuridad y era yo quien no lo recordaba. Bajo los efectos de unas dosis de antidepresivos en trámite de retirada, retornó hace apenas unos pocos días. La misma arena, idéntico ejército, calcada aurora boreal. Solo una innovación, supongo que a causa de la edad: por fin identifiqué el rostro del ser que me acompañaba. Pero eso, no se lo voy a contar; todos tenemos derecho a guardarnos algún secreto.
En premio a quienes hayan sido capaces de llegar leyendo hasta aquí, les aclaro que la música que se reparte sin orden en esta entrada caótica, se debe a Kælan mikla. La banda sonora ideal para aportar ambiente obsesivo a mi obsesivo sueño. Pertenecen a la nueva ola de ese dark-punk con el que tanto me identifico y nos llegan desde Islandia. La tierra en que mejor pueden observarse auroras boreales en determinadas épocas del año y el lugar elegido para su destierro por el gran Bobby Fischer. Para quienes no conozcan mucho de escaques, quizá el ajedrecista más creativo de la historia; un genio medio judío que terminó renegando hasta de sí mismo. El único ser, real o imaginario, en quien alguna vez reconocí cualidades divinas.
Feliz #VDLN, feliz semana. Disculpen este texto a todas luces desproporcionado. En ocasiones, soy así, un poco el niño de Sexto sentido. Sin demasiada convicción espero que al menos les agraden los temas. Aunque no comprenda una sola palabra (solo los necios precisan entender aquello por lo que se sienten atraído), las líneas de bajo y la voz de Laufey Soffía me vuelven loco (más). En la próxima entrega me comprometo a ejercer de breve. Como siempre, salud y libertad.
Foto: Orange 'Ear |
Tras el primer sobresalto, un terror incontrolable se apoderaba de mi cuerpo. Comenzaba a correr, sin rumbo y sin avanzar. Pese a todos los esfuerzos, las piernas permanecían ancladas al mismo punto del terreno. De golpe, como si algo sobrenatural hubiera acudido en mi rescate, me veía inmerso en un pequeño agujero, muy angosto, pero ampliable, que extendía sus paredes a medida que yo avanzaba en cualquier dirección, manteniendo constante la distancia que me separaba de ellas. Poco a poco recuperaba la serenidad y reconocía aquel espacio en densa penumbra como un hogar seguro. Decenas de gatos, todos negros, me acompañaban. Ni un mal punto iluminado, ni una torpe puerta o cualquier otro dispositivo que comunicara con el resto del universo; al fin me sentía a salvo.
Al rato descubría un minúsculo orificio por el que podía observar el exterior, un poco al modo del periscopio de un submarino. Qué privilegio, contemplarlo todo sin peligro y sin nadie en el entorno que me exigiera una conducta determinada. Los felinos me acariciaban por turnos. Se restregaban contra las piernas y me lamían las orejas (también otras zonas que no es necesario describir con precisión), en un gesto inequívoco de que me reconocían como uno de los suyos. Yo les correspondía en lo referente al aparato auditivo, pero dimitía del resto; a fin de cuentas hasta en sueños me confieso humano y me parecía una marranada eso de chupar culos de gato. No nos hallábamos solos, además de los peludos allí habitaba alguien más, otro ser sin rostro que nunca se expresaba, pero que sin razón conocida, aportaba la calma justa para sentirme en paz.
Me despertaba al observar por aquella extraña mirilla una bota enorme que ennegrecía la visión. Tras el pisotón, pegaba un par de vueltas en la cama y hacía lo que uno hace cuando se levanta a media noche. A juzgar por el rapapolvo familiar del día siguiente, no debía andar muy fino de puntería. Los mayores lo achacaban al sonambulismo que, según ellos, padecía desde el nacimiento. Al principio me molestaba que nadie reconociera mi estado de plena consciencia; no me creía ni la abuela, el único animal que no interpretaba mis dolores de cabeza como una forma de centrar la atención. Luego descubrí que hasta en aquella hiriente incredulidad, podía hallar algo positivo. Qué placer infringir las normas que obligaban a mearse dentro, sin la incomodidad de que alguien me encontrase responsable de semejante vileza. Una infantil venganza personal: dudáis de mí, me obligáis a lo que aborrezco, pero pagareis limpiando mis orines. Algo que, en otros ámbitos y en sentido estrictamente metafórico, intuyo que sigo practicando de algún modo. Después volvía a dormirme y otra vez a soñar con el sueño…
Aunque supongo que un psicoanalista se pondría guarro interpretándolo, nunca alcancé a comprender el significado de aquel sueño obsesivo; ni, pese a la angustia con la que concluía, puedo calificarlo en rigor como pesadilla. Jamás he percibido mayor sensación de calma que al resguardo de mi refugio subterráneo.
Pronto aprendí a practicarlo despierto. Lo buscaba con ansia en todo momento: cuando me aburría como un salmón en el colegio, cuando me obligaban a jugar en compañía de aquellos estúpidos vecinos porque pertenecían a buena familia, o cuando la policía del pensamiento descubría, bajo el cuaderno en el que alargaba hasta el infinito unos deberes escolares que en sí no debían cobrarse más de cinco minutos, mis primeros manuscritos infantiles o los recortes de prensa con las partidas de Bobby Fischer.
Aquel sueño desapareció sin aparentes razones hace ya algún tiempo. Pero siempre mantuve la duda si de veras se esfumó del inconsciente o seguía allí, repitiéndose en cada oscuridad y era yo quien no lo recordaba. Bajo los efectos de unas dosis de antidepresivos en trámite de retirada, retornó hace apenas unos pocos días. La misma arena, idéntico ejército, calcada aurora boreal. Solo una innovación, supongo que a causa de la edad: por fin identifiqué el rostro del ser que me acompañaba. Pero eso, no se lo voy a contar; todos tenemos derecho a guardarnos algún secreto.
En premio a quienes hayan sido capaces de llegar leyendo hasta aquí, les aclaro que la música que se reparte sin orden en esta entrada caótica, se debe a Kælan mikla. La banda sonora ideal para aportar ambiente obsesivo a mi obsesivo sueño. Pertenecen a la nueva ola de ese dark-punk con el que tanto me identifico y nos llegan desde Islandia. La tierra en que mejor pueden observarse auroras boreales en determinadas épocas del año y el lugar elegido para su destierro por el gran Bobby Fischer. Para quienes no conozcan mucho de escaques, quizá el ajedrecista más creativo de la historia; un genio medio judío que terminó renegando hasta de sí mismo. El único ser, real o imaginario, en quien alguna vez reconocí cualidades divinas.
Feliz #VDLN, feliz semana. Disculpen este texto a todas luces desproporcionado. En ocasiones, soy así, un poco el niño de Sexto sentido. Sin demasiada convicción espero que al menos les agraden los temas. Aunque no comprenda una sola palabra (solo los necios precisan entender aquello por lo que se sienten atraído), las líneas de bajo y la voz de Laufey Soffía me vuelven loco (más). En la próxima entrega me comprometo a ejercer de breve. Como siempre, salud y libertad.
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Yo leer y escuchar, he leído y escuchado. Pero mucho no lo he entendido, te confieso, y lo de los gatos negros en un cuarto oscuro se me ha antojado claustrofóbico y oscuro como la música. Feliz fin de semana
ResponderEliminarInteresante grupo, o lo había oído nunca
ResponderEliminarCreo sinceramente que aquél lugar es (o era) tu refugio. Para llegar a él debías pasar todo tipo de calamidades para de este modo poder sentir que en algún lugar existía un descanso.
ResponderEliminarOjo, es mi interpretación y obviamente me puedo equivocar. Nadie mejor que tú puede interpretar correctamente ese sueño recurrente ;)
Las canciones me han gustado mucho aunque me han resultado algo perturbadoras, así como la situación que describes.
Siento llegar tarde, ¡que tengas una feliz semana!
He leído y oído hasta el final. La música me resulta rara, pero imagino, como bien dices, encaja con tu estado de ánimo.
ResponderEliminarFeliz semana.
Es una música que hace 20 años seguro habría conocido, menos mal que ahora son los VDLN los que me acercan a estos sonidos! Buena semana y salud.
ResponderEliminartotalmente nuevo para nosotros! feliz semana
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