The Police. Mensaje en una botella

Leo que Hawking pronostica la inminente extinción de la especie humana. Según su bien fundado criterio, sólo la exportación del mal, la colonización de otros planetas, podría salvarnos. Mejor para los hipotéticos destinos que no lo hagamos. La naturaleza nos sentenció. Tiene razón. No echemos culpas. Es solo su originario instinto de conservación. El hombre estorba. Somos los bichos más egoístas jamás conocidos. Un error evolutivo.  Pura malformación genética de alguna variedad poco afortunada de chimpancé. Los gorilas y orangutanes se adivinan mucho más nobles. Aportamos a los ecosistemas lo mismo que un virus. Precisamos dañar para sobrevivir. No solo matar. Eso resulta lícito en un depredador. Lastimar, golpear, destruir, consumir, torturar, herir, despreciar... sin razones y sin sentido. Solo por la perversa indiferencia del psicópata acostumbrado a contemplar sin pudor el dolor ajeno. 


 

Quienes suelen observar la realidad cual espejo de sus deseos, quizá interpreten el mensaje del físico como la rabieta de un tarado. De alguien que de modo consciente se aproxima a su fin y pretende convertirlo en fenómeno universal. Un simple ejercicio de mala leche. Basta contemplar la violencia de las olas enfadadas, la agresividad instántanea de las tormentas o la capacidad regenerativa de los movimientos sísmicos, para comprender quien manda. Para calcular lo que sobrevaloramos esa ínfima cualidad animal que denominamos intelecto. El ser humano nunca se constituyó en el eje del universo. La religión se lo inventó. Simplemente ... estorbamos.

Sin pesimismos. Que nadie lea en estas líneas un atisbo de negatividad. Quizá solo sea mi modo de justificar por qué he decidido recluirme en mi cueva interior, vivir al margen de esto. De todo esto. Lo afirmo en voz alta, en plena madrugada de ojos abiertos y mente obtusa. En mitad del estudiado desorden del minúsculo cuarto en el que suelo enfrentarme a la pantalla vacía. Kuko, mi compañero felino más reciente y también más cercano, me mira y asiente. Creo que hasta sonríe. — Al fin lo entendiste simio estúpido, parece indicarme mientras me abraza con sus uñas cerradas de modo intencional para no lastimarme. Soy su amigo, su hermano, su compañero... no su presa. Tengo la fortuna de que parezca identificarme como uno de su especie.  — Qué gato maś raro el calvo—, debe pensar. Poseemos mucho en común. Ambos sentimos terror ante los perros.


Nada de noches tristes. Como canta el Mago de Oz, hoy toca ser feliz. Las piedras seguirán mientras los cuerpos se descomponen. Curiosa forma de inteligencia la nuestra. Para el próximo viaje me pido mineral. Las piedras siguen, nosotros desaparecemos. Tan torpes que además del plástico, inventamos aquello que nos convierte en perecederos: el tiempo.

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