Micky. El chico de la armónica. #VDLN 71.
Prefiero los gatos comunes, los sabores sencillos y las personas sin salsas. También las melodías simples. Cuando salen buenos, unos pocos acordes y un texto sentido, parecen suficientes para ilusionar las almas.
Tal vez por ello, me acompaña desde crío este tema de Micky, un tipo simpático, con el inconfundible aroma de lo auténtico, a quien muchos conocerán por su participación como jurado en alguna astracanada televisiva. Antes, mucho antes, ejerció de cantor. De los buenos, de los primeros rocker que aprendieron el oficio inundando de sonidos aquellas matinales del Price. Al principio junto a los Tonys, con un aire sesentero que ahora espanta; después, como solista, tocó el cielo con El chico de la armónica. Un antecedente de ese minimalismo que tanto me apasiona, diseñado en los años en que expulsaban del conservatorio a Wim Mertens por no servir para esto. Algún genio de la enseñanza, supongo.
Seduje a mi abuela para que me concediera en ferias aquel pequeño instrumento. Aprendí a tocarlo como todo. Solo, mal y autodidacta. Para desdicha del vecindario, de la mañana a la noche ensayaba mil veces esas notas tristonas.
—¡Ya está Plantanito!— se escuchaba con desesperación, por el retumbar del patio a la hora de la siesta.
Así me llamaban en honor a un conocido torero de la época, cuya única virtud, según mi padre que afirmaba saber de esas cosas, consistía en regalar sonrisas.
Crecí y me hice de los suyos. De los del cantante, claro. Luego me afilié al punk, más tarde al oscuro. Después empecé a ser yo, pero sin renunciar jamás a aquellos sonidos de la niñez. A veces, hasta me escondía para interpretarlos en el silencio de una soledad que me negaba a compartir. Como las ilusiones que nunca se cumplieron, como los caminos que se cortaron por desprendimientos, como los besos que se nos helaron en la boca a la espera de otra oportunidad... eran míos, solo míos.
Se me enciende una sonrisa al recordar las ansias infantiles por parecerme al Hombre de Goma, otro de los apodos de sus inicios. Al final lo conseguí, al menos en el peinado. En eso, hoy, somos clavaos.
Con la distancia que obsequia el tiempo, he logrado descubrir el porqué de mi adicción a tan inseparable melodía. Creo que en el fondo, el chico de la armónica, ese que con su instrumento de amor, repite sin descanso una canción triste que nadie escucha; en el fondo, decía, ese chico era yo.
Feliz #VDLN, feliz semana. Salud y libertad.
Para ver las reglas y las canciones propuestas por el resto de participantes en este juego de blogs, pulse el botón.
Tal vez por ello, me acompaña desde crío este tema de Micky, un tipo simpático, con el inconfundible aroma de lo auténtico, a quien muchos conocerán por su participación como jurado en alguna astracanada televisiva. Antes, mucho antes, ejerció de cantor. De los buenos, de los primeros rocker que aprendieron el oficio inundando de sonidos aquellas matinales del Price. Al principio junto a los Tonys, con un aire sesentero que ahora espanta; después, como solista, tocó el cielo con El chico de la armónica. Un antecedente de ese minimalismo que tanto me apasiona, diseñado en los años en que expulsaban del conservatorio a Wim Mertens por no servir para esto. Algún genio de la enseñanza, supongo.
Seduje a mi abuela para que me concediera en ferias aquel pequeño instrumento. Aprendí a tocarlo como todo. Solo, mal y autodidacta. Para desdicha del vecindario, de la mañana a la noche ensayaba mil veces esas notas tristonas.
—¡Ya está Plantanito!— se escuchaba con desesperación, por el retumbar del patio a la hora de la siesta.
Así me llamaban en honor a un conocido torero de la época, cuya única virtud, según mi padre que afirmaba saber de esas cosas, consistía en regalar sonrisas.
Crecí y me hice de los suyos. De los del cantante, claro. Luego me afilié al punk, más tarde al oscuro. Después empecé a ser yo, pero sin renunciar jamás a aquellos sonidos de la niñez. A veces, hasta me escondía para interpretarlos en el silencio de una soledad que me negaba a compartir. Como las ilusiones que nunca se cumplieron, como los caminos que se cortaron por desprendimientos, como los besos que se nos helaron en la boca a la espera de otra oportunidad... eran míos, solo míos.
Se me enciende una sonrisa al recordar las ansias infantiles por parecerme al Hombre de Goma, otro de los apodos de sus inicios. Al final lo conseguí, al menos en el peinado. En eso, hoy, somos clavaos.
Con la distancia que obsequia el tiempo, he logrado descubrir el porqué de mi adicción a tan inseparable melodía. Creo que en el fondo, el chico de la armónica, ese que con su instrumento de amor, repite sin descanso una canción triste que nadie escucha; en el fondo, decía, ese chico era yo.
Feliz #VDLN, feliz semana. Salud y libertad.
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Esa sensibilidad en la piel que para la bueno y para lo malo... es tuya. Gracias por el texto. Un beso.
ResponderEliminarChris.