Noche de perseidas
La
nubes se declaran en huelga mientras una luna, en tímido cuarto
creciente, se despide del horizonte antes de que la noche alcance su
suprema obscuridad. Alejado de la polución lumínica de las grandes
ciudades, solo la claridad hacia el este de un núcleo urbano de
cierto tamaño, estropea la infinita visión del firmamento. Extiendo
el aislante y comienzo a montar las herramientas fotográficas. Como
en un lisérgico flashback, me traslado a las noches veraniegas de mi
adolescencia en el Valle del Gévalo; a aquellos lejanos días en que
vino al mundo mi afición casi enfermiza a los satélites y las
constelaciones. Cuantas veces me habré tumbado sobre la tierra a
observar el firmamento, a localizar e identificar estrellas. Unas,
mágicos cuerpos celestes. Otras, de cuerpos que bajo los efectos del
furor de la edad, se me dibujaban como celestiales. Aprendí a
distinguir la Osa Menor de la Mayor; a cazar la Estrella Polar; a
perseguir piezas sencillas como Orion y Perseus y otras algo más
complejas como la zodiacal Sagitario; a disfrutar con esa nebulosa
que envuelve como los brazos de una madre a un recién nacido,
nuestra propia galaxia. Aprendí también que los héroes y los
semidioses resultan preferibles a las divinidades puras. Los
consideraba más cercanos, más de los míos. Su contaminación con
los mortales y el carácter finito de su existencia, les regalaba el
irrechazable atractivo de lo efímero. De regreso al presente lo
valoro esta vez como menos excitante. A diferencia de en aquella
frontera entre Castilla y Extremadura, en las proximidades de un
conocido y hoy repleto embalse, no hay escorpiones dispuestos a que veas las estrellas
bien cerca y en otra acepción lingüística, “arraclanes” en el dialecto local de la Jara.
Monto
el trípode y ajusto la cámara. Abro al máximo el diafragma (2,8
que mi Sigma no da para más) y empujo el zoom hasta los reales 24mm que me concede el formato completo. La
idea es probar con varias exposiciones, aunque la experiencia me
dice que 30” deben ser suficientes. Todo manual y enfoque al
infinito. Poco a poco la noche sube el telón y las perseidas
empiezan a desfilar, fieles a su cita anual con el acalorado cielo de
agosto. Después de transportar hasta aquí dos cuerpos, cuatro
ópticas, trípode, disparador y demás tecnología ... paso de
fotos. Semejante belleza merece un disfrute sin ataduras. Como diría
una antigua amiga con tanta expresividad como discutible gusto: “si
barro no jodo y si jodo no barro”. Y … decido aparcar la escoba.
Bien hecho. No quiero parecerme a esos tipos que por alimentar
youtube, terminan por ver el concierto a través del visor de una
cámara. Para eso prefiero quedarme en casa y me ahorro la entrada.
Comparto experiencia con algunos seres a los que tuve que buscar muy
lejos y con otros que por esas circunstancias y afinidades de la
vida, me resultan felizmente cercanos. Parecemos salidos de alguna
serie de ciencia ficción de esas en que los protagonistas tienen que
recorrer medio mundo al encuentro de los de su secreta especie. Por
esa irrefrenable tendencia a la discusión que tenemos los simios,
debatimos cuál se nos antoja conducta adecuada al divisar uno de
esos fenómenos. Unos se manifiestan partidarios de esconderlos en el
corazón como ordena el Mago de Oz en su célebre “Molinos de
Viento”. Otros – más clásicos- prefieren solicitar un deseo.
No falta quien carece de espacio para lo uno y para lo otro. ¡Que
facilidad para capturar astros!.
Nos conocimos en un entorno muy concreto. A estas alturas todos empezamos a huir de unas siglas y de unas personas que nos confundieron cuando, allá por un lejano septiembre, parimos un niño que prometía elegancia y distinción. Quizá nos engañaron. Los creímos distintos y resultaron iguales de modo desilusionante. Y encima de segunda división y con intenciones inequívocas (y poco claras) de intentar cuanto antes el ascenso. Gentes de interés oculto y guión aprendido. Buenos actores, pero malos compañeros. Los juanesbautistas de un mesías que no queremos.
Me tumbo en el suelo, me arropo y disfruto. Sigo al pie de la letra el manual de instrucciones del observador celeste. Al principio dirijo la mirada hacia lo más oscuro, hasta que la pupila se acostumbra a las nuevas sensaciones. Después ... el delirio. Una tras otra las perseidas inundan el firmamento de efímeras líneas blancas con la cabeza gorda. No puedo evitar comparaciones. Siempre me parecieron un símil perfecto de la existencia humana. Nuestra vida se asemeja a ese foco que por unos pocos instantes ilumina la noche. Resulta tan irrelevante como cada fogonazo celestial en comparación a la inmensidad del espacio. Pese a nuestra innata estupidez, somos igual de insignificantes durmamos en los accesos a un parking céntrico o salgamos a comprar la prensa con tres escoltas a cada flanco. Solo torpes estrellas fugaces. Por eso, los de mi secta preferimos tumbarnos en el suelo de esta noche estrellada. Escogemos observar este atractivo espectáculo de naturaleza muerta antes que perder el tiempo mirando a la caja boba que nos hace bobos, o tirando de copas en algún garito de moda. La Iglesia no puede permanecer neutral ante tanta belleza. Fiel a su costumbre, aprovechó el desconocimiento de la ciencia de entonces, para bautizar como lágrimas de San Lorenzo la entrada en la atmósfera terrestre de partículas procedentes del cometa Swift- Tuttle. Siempre lo mismo. Ni se cansan, ni se cansarán. Siempre vistiendo de sobrenatural lo que es puro ejercicio de física y de química. Y siempre afiliada al insano deporte de mentir a sabiendas y de reducir la equivocada pero respetable fe, a simple carnaza para ignorantes. La noche de las perseidas nos demuestra nuestro diminuto tamaño, con la misma precisión que Pitágoras su famosa historia de hipotenusa y catetos.
Son casi las seis de la mañana y el alba recuerda que la noche de las luces breves pasó, como pasa todo en esta vida y en este mundo. De regreso a casa no puedo evitar que se me aparezca aquella vieja canción del amigo Makarof:
“A veces me equivoco y siento
que la atmósfera terrestre me aprisiona
que la gravedad me retiene
que mis omóplatos sin alas no sirven
que no quiero ser humano,
sino explorador celeste...
… Y volar y volar
y nunca regresar.”
Ganas dan, desde luego.
Algún copartícipe de experimento observará como este expresionista relato, se aleja de la realidad tanto como los políticos de la decencia. Tiene razón. Nada autoriza el más leve reproche. Ya se sabe que los que jugamos a esto de escribir, por mal que lo hagamos, necesitamos inventar mentiras para que nuestra verdad se entienda. Defecto de fábrica, supongo. Por algo en la etiqueta llevamos escrito: made in la luna.
Imagen de blog.astroaficion.com |
Nos conocimos en un entorno muy concreto. A estas alturas todos empezamos a huir de unas siglas y de unas personas que nos confundieron cuando, allá por un lejano septiembre, parimos un niño que prometía elegancia y distinción. Quizá nos engañaron. Los creímos distintos y resultaron iguales de modo desilusionante. Y encima de segunda división y con intenciones inequívocas (y poco claras) de intentar cuanto antes el ascenso. Gentes de interés oculto y guión aprendido. Buenos actores, pero malos compañeros. Los juanesbautistas de un mesías que no queremos.
Me tumbo en el suelo, me arropo y disfruto. Sigo al pie de la letra el manual de instrucciones del observador celeste. Al principio dirijo la mirada hacia lo más oscuro, hasta que la pupila se acostumbra a las nuevas sensaciones. Después ... el delirio. Una tras otra las perseidas inundan el firmamento de efímeras líneas blancas con la cabeza gorda. No puedo evitar comparaciones. Siempre me parecieron un símil perfecto de la existencia humana. Nuestra vida se asemeja a ese foco que por unos pocos instantes ilumina la noche. Resulta tan irrelevante como cada fogonazo celestial en comparación a la inmensidad del espacio. Pese a nuestra innata estupidez, somos igual de insignificantes durmamos en los accesos a un parking céntrico o salgamos a comprar la prensa con tres escoltas a cada flanco. Solo torpes estrellas fugaces. Por eso, los de mi secta preferimos tumbarnos en el suelo de esta noche estrellada. Escogemos observar este atractivo espectáculo de naturaleza muerta antes que perder el tiempo mirando a la caja boba que nos hace bobos, o tirando de copas en algún garito de moda. La Iglesia no puede permanecer neutral ante tanta belleza. Fiel a su costumbre, aprovechó el desconocimiento de la ciencia de entonces, para bautizar como lágrimas de San Lorenzo la entrada en la atmósfera terrestre de partículas procedentes del cometa Swift- Tuttle. Siempre lo mismo. Ni se cansan, ni se cansarán. Siempre vistiendo de sobrenatural lo que es puro ejercicio de física y de química. Y siempre afiliada al insano deporte de mentir a sabiendas y de reducir la equivocada pero respetable fe, a simple carnaza para ignorantes. La noche de las perseidas nos demuestra nuestro diminuto tamaño, con la misma precisión que Pitágoras su famosa historia de hipotenusa y catetos.
Son casi las seis de la mañana y el alba recuerda que la noche de las luces breves pasó, como pasa todo en esta vida y en este mundo. De regreso a casa no puedo evitar que se me aparezca aquella vieja canción del amigo Makarof:
“A veces me equivoco y siento
que la atmósfera terrestre me aprisiona
que la gravedad me retiene
que mis omóplatos sin alas no sirven
que no quiero ser humano,
sino explorador celeste...
… Y volar y volar
y nunca regresar.”
Ganas dan, desde luego.
Algún copartícipe de experimento observará como este expresionista relato, se aleja de la realidad tanto como los políticos de la decencia. Tiene razón. Nada autoriza el más leve reproche. Ya se sabe que los que jugamos a esto de escribir, por mal que lo hagamos, necesitamos inventar mentiras para que nuestra verdad se entienda. Defecto de fábrica, supongo. Por algo en la etiqueta llevamos escrito: made in la luna.
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