Muerte en el ruedo
Siempre he admirado la habilidad del mal para disfrazarse de bien, la innata cualidad de los perversos para vestir su crueldad con victimismo de saldo. Las secuelas del accidente de trabajo del matador Fandiño, así lo ratifican. El lobby taurópata, lejos de asumir su culpa, intenta con descaro que la responsabilidad recaiga en quienes solicitamos el archivo de tan sangriento espectáculo en el álbum nefasto de la leyenda negra. Ellos y solo ellos, los que fomentan, aplauden y financian un anacrónico monumento a la barbarie, son los guionistas de la tragedia. Fieles a ese talante entre patriarcal y fascistoide, tan extendido –con excepciones– entre los defensores de «la fiesta», fomentan la caza del animalista ingenuo en las redes, con el objetivo de que terminen entre rejas quienes públicamente mostraron sus sentimientos al conocer la noticia. Acostumbrados a inventar, como excusa de lo injustificable, ahora pretenden convertir en delito las emociones. Ni Hitler o Stalin se atrevieron a tanto. Toda opinión, respetuosa o no, califica a quien la emite, y siempre debe permanecer libre; pero «el sentir», por principio, resulta tan legítimo como incontrolable. Tal cual expresó el mejor Cortázar de Rayuela: «vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos».
A esta ceremonia del absurdo contribuyen los que, sintiéndose en la obligación de ser los más de lo más entre los suyos, concursan con entusiasmo en un festival de disparates. Olvidan, los unos, que quien participa de modo voluntario en una actividad de riesgo, debe hallarse dispuesto a asumir sin más las consecuencias y sin la pretensión de adquirir la cualidad de héroe, cuando el destino decide sublebarse; olvidan, los otros, que entre los animales que con tanta vehemencia dicen defender, se encuentran también los seres humanos.
A los primeros, a los taurópatas, les recuerdo que su «noble arte» escapa a la condición de delito por simple excepción impuesta por lo suyos en el código penal; y que en los actuales textos psiquiátricos, continúan figurando entre los criterios de diagnóstico clínico de la psicopatía, la traslación consciente de la culpa hacia el otro, con tal de alcanzar su propósito; la crueldad gratuita hacia con el resto de los seres –con independencia de la especie– ; y la intolerancia desmedida a la frustración, cuando el resultado de los actos propios se muestra esquivo a sus deseos. A los segundos, que al desracionalizar las emociones, uno corre el peligro de convertirse en la copia perfecta de lo que odia.
Desde una postura que dimitió hace años de la moderación cómplice y de ese radicalismo sobreactuado que transforma a la persona en personaje, me alegra tanto la desaparición del matador, como me entristece la muerte de un individuo, incapaz de reconducir su vida hacia oficios más nobles. La de los pobres toros, las únicas víctimas inocentes de tan sádico teatro, me apena siempre. Asumo que, en función de quien lea estas líneas, me calificará de criminal o me acusará de «buenrrollista», en ambos casos con la peor de las intenciones. Lo tomaré como halago. Lo que de veras lamento es que en este trozo de Tierra que llaman España, sigamos siendo todos tan desdichadamente españoles.
A esta ceremonia del absurdo contribuyen los que, sintiéndose en la obligación de ser los más de lo más entre los suyos, concursan con entusiasmo en un festival de disparates. Olvidan, los unos, que quien participa de modo voluntario en una actividad de riesgo, debe hallarse dispuesto a asumir sin más las consecuencias y sin la pretensión de adquirir la cualidad de héroe, cuando el destino decide sublebarse; olvidan, los otros, que entre los animales que con tanta vehemencia dicen defender, se encuentran también los seres humanos.
A los primeros, a los taurópatas, les recuerdo que su «noble arte» escapa a la condición de delito por simple excepción impuesta por lo suyos en el código penal; y que en los actuales textos psiquiátricos, continúan figurando entre los criterios de diagnóstico clínico de la psicopatía, la traslación consciente de la culpa hacia el otro, con tal de alcanzar su propósito; la crueldad gratuita hacia con el resto de los seres –con independencia de la especie– ; y la intolerancia desmedida a la frustración, cuando el resultado de los actos propios se muestra esquivo a sus deseos. A los segundos, que al desracionalizar las emociones, uno corre el peligro de convertirse en la copia perfecta de lo que odia.
Desde una postura que dimitió hace años de la moderación cómplice y de ese radicalismo sobreactuado que transforma a la persona en personaje, me alegra tanto la desaparición del matador, como me entristece la muerte de un individuo, incapaz de reconducir su vida hacia oficios más nobles. La de los pobres toros, las únicas víctimas inocentes de tan sádico teatro, me apena siempre. Asumo que, en función de quien lea estas líneas, me calificará de criminal o me acusará de «buenrrollista», en ambos casos con la peor de las intenciones. Lo tomaré como halago. Lo que de veras lamento es que en este trozo de Tierra que llaman España, sigamos siendo todos tan desdichadamente españoles.
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ResponderEliminarNo tenías por qué eliminar el comentario. En este blog son bienvenidas todas las opiniones.
Eliminarla muerte del diestro me impresiono vivamente,ya que yo, lo conocía personalmente El comentario que puse lo juzgué hiriente,y no merece la pena por un calentón.que alguien se sienta ofendido.En la tauromaquia, jamas nos pondremos de acuerdo, a no ser que yo me caiga de caballo, y me arrepienta de ser taurino. Gracias y un abrazo
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