System of a Down. Crónica de una noche sin truco en la Caja Mágica. #VDLN 166
Será la edad o esa fobia social de la que no soy capaz de escapar del todo, pero cada vez me siento más incómodo en los grandes espectáculos. Prefiero los teatros o las salas diminutas, donde la proximidad al escenario, la complicidad subjetiva con quienes se hallan en lo alto, me aporta esa falsa percepción de sentirme a salvo. Tal vez por ello acudí con dudas a la franquicia española del Download Festival. ¿Sería capaz de encontrarme entre el gentío, sin sucumbir a la tentación de huir corriendo, carente de rumbo definido?
Con un cartel atractivo para los amantes del hard, nada más cruzar la entrada al recinto de la Caja Mágica, me convencí que allí tocaban los SOAD y muchos más, sometidos por el talento de estos californianos de origen armenio, al discutible honor de reconocerse lechuga de guarnición. Esa que, en los restaurantes de medio pelo, se sirve combatir la soledad del plato principal, a sabiendas de que regresará a la cocina intacta. Ni a Opeth, buen concierto el suyo en lo que dio tiempo a escuchar, ni siquiera a esos The Cult que sin sonar mal, nunca terminaron de llenarme del todo, les prestaba una mayoría la menor atención. De Mastodon pasé, no está uno ya para el ruido sin causa, de eso sí que curé hace años. Durante la cena me alegró descubrir que, aún por simple interés comercial, al fin se empieza a respetar a los veganos. Sin excesos, a un precio razonable para lo acostumbrado en este tipo de eventos, encontraba uno con lo que apañarse.
De vuelta al recinto principal, me topé de frente con las contradicciones de nuestro tiempo: prendas conmemorativas a 35 euros que literalmente quitaban de las manos a quienes atendían la zona de merchandising. Un buen baremo para cuantificar el cociente intelectual medio de los portadores. Por fortuna para un bolsillo, el mío, que merced a las últimas decisiones tampoco anda para muchos trotes, siempre me rebelé ante los uniformes. Con la esperanza de que ninguno se encuentre entre mis lectores, me admiraba la determinación con la que miles de seres caminaban orgullosos con una camiseta en la que, además del emblema de su grupo favorito, parecía leerse de modo subliminal: «Yo soy uno de esos pardillos que ha pagado mucho más del doble de lo que vale por una camiseta de algodón de mierda, ni siquiera adornada con la etiqueta de biológico, que se fabricó en Vietnam por un puñado de niños esclavos». Sentí lástima, la verdad, ante quienes encuentran así, el mejor modo de repudiar el sistema.
Pasadas las 23:30, con unos cinco minutos de retraso sobre lo previsto, todo cambió. System dominó el escenario número 1 con la solvencia que otorgan dos décadas de oficio. Malakian se esforzó en demostrar que el tiempo lo ha convertido en uno de los mejores guitarristas discretos de la historia de la música. Sin estridencias, sin los habituales excesos de quienes gustan de situar la composición al servicio del instrumento, regaló una colección de esos acordes pausados, colmados de efectos, que distinguen el sonido de la banda. Serj, sin duda en su mejor momento vocal, impartió una clase de canto. Sus trabajos en solitario han terminado de consolidar la mejor garganta masculina de la escena contemporánea. Nadie como él para cambiar en un instante de registro, y pasar de lo lírico a lo gutural, sin que la transición se vuelva agresiva. A la sombra, Odadajian transmitía esa sensación de que su dominio del bajo es solo la excusa para mantener unida a la banda, el único quizá capaz de conciliar las diferentes expectativas artísticas de dos genios unidos por su amistad personal, desde los tiempos de aquel colegio armenio de L. A. en que se conocieron. Y en el fondo, Dolmayan a lo suyo, a tocar, a confirmar que también es uno de los elegidos cuando le dejas una baquetas entre las manos.
Ninguna sorpresa en el repertorio (lo de setlist, siempre me pareció una horterada). Sus temas de siempre, los que con escasos cinco álbumes los elevaron a la categoría de mitos, pero interpretados de un modo más sosegado, más rico en matices. Más acorde, quizá, con la edad que todos vamos teniendo y más justos con la infinita calidad de las partituras. De entre los herederos del rock, solo Beatles y Guns, antes que ellos, llevaron dos discos grandes al número uno yanqui en el mismo año. Sin pausa entre canciones, las prisas de los festivales, mucho menos ruido que antaño y muchas, muchísimas, más nueces, para adornar esos textos radicales, utópicos, con los que conquistaron en el 97 a millones de seguidores. Un éxtasis libertario narrado en notas musicales con un sonido impecable en la exacta hora y media que se mantuvieron sobre las tablas.
En lo personal, me quedo para la reflexión con ese momento en que sonaba Aerials, mientras miles de seres despreciaban el instante para inmortalizar en su móvil un vídeo de mierda, con el que demostrar a los ausentes su presencia o sentirse los reyes de youtube por unas horas. Pobres, pagar casi setenta euros de entrada, más doce de parking, para ni siquiera entender que la vida es eso que sucede fuera de sus pantallas; que la única revolución posible consiste en situar en su lugar la tecnología y en aprender a apagarla, cuando la ocasión lo merece... que suele ser casi siempre. Cosas de ese individualismo de masas que nos asola.
En tanto despedía la noche escuchando a Zebrahead, hasta justifiqué las pequeñas contrariedades: soportar a los que confunden diversión con molestar al vecino (lo de los empujones como gracia, con 36.000 personas apretujadas, es para partir alguna cara) y a esos «artistas» frustrados, convencidos de que adquiriste la entrada con el fin de que demuestren lo bien que se saben las letras y de escucharles a ellos y no a un tal Tankian.
Ya en el autobús, y aún alucinando por la mejor versión posible de Toxicity, reflexionaba sobre el motivo de mi adicción a System of a Down. Lo hallé en esa especie de bipolaridad musical que padezco desde la juventud. Entonces me permitía adorar en igual medida a los Clash (mis ídolos de la época) que a Roxy Music o Wim Mertens; hoy me obliga a no perderme un solo concierto de Bjork (por supuesto de Rosenvinge) o … de los SOAD.
En fin, espero que les agrade esta crónica heterodoxa de una peculiar noche de San Juan en compañía de System. Esperemos que no tengan que pasar otros doce años hasta que vuelva a coincidir con ellos. Ya transitaron por estos viernes (enlazo por si apetece) y regresarán sin duda en cuanto se cruce alguna otra excusa. Feliz #VDLN, feliz semana. Si el jefe José María decide continuar en el verano con esta historia, hasta la próxima con otra crónica de Robe o de Tequila, según me pille, o con un formato quizá diferente; si no, tal vez hasta septiembre. Para otros menesteres seguiremos con las publicaciones del blog, aprovechando que con el calor nos suele leer menos gente. Salud y libertad.
Con un cartel atractivo para los amantes del hard, nada más cruzar la entrada al recinto de la Caja Mágica, me convencí que allí tocaban los SOAD y muchos más, sometidos por el talento de estos californianos de origen armenio, al discutible honor de reconocerse lechuga de guarnición. Esa que, en los restaurantes de medio pelo, se sirve combatir la soledad del plato principal, a sabiendas de que regresará a la cocina intacta. Ni a Opeth, buen concierto el suyo en lo que dio tiempo a escuchar, ni siquiera a esos The Cult que sin sonar mal, nunca terminaron de llenarme del todo, les prestaba una mayoría la menor atención. De Mastodon pasé, no está uno ya para el ruido sin causa, de eso sí que curé hace años. Durante la cena me alegró descubrir que, aún por simple interés comercial, al fin se empieza a respetar a los veganos. Sin excesos, a un precio razonable para lo acostumbrado en este tipo de eventos, encontraba uno con lo que apañarse.
De vuelta al recinto principal, me topé de frente con las contradicciones de nuestro tiempo: prendas conmemorativas a 35 euros que literalmente quitaban de las manos a quienes atendían la zona de merchandising. Un buen baremo para cuantificar el cociente intelectual medio de los portadores. Por fortuna para un bolsillo, el mío, que merced a las últimas decisiones tampoco anda para muchos trotes, siempre me rebelé ante los uniformes. Con la esperanza de que ninguno se encuentre entre mis lectores, me admiraba la determinación con la que miles de seres caminaban orgullosos con una camiseta en la que, además del emblema de su grupo favorito, parecía leerse de modo subliminal: «Yo soy uno de esos pardillos que ha pagado mucho más del doble de lo que vale por una camiseta de algodón de mierda, ni siquiera adornada con la etiqueta de biológico, que se fabricó en Vietnam por un puñado de niños esclavos». Sentí lástima, la verdad, ante quienes encuentran así, el mejor modo de repudiar el sistema.
Pasadas las 23:30, con unos cinco minutos de retraso sobre lo previsto, todo cambió. System dominó el escenario número 1 con la solvencia que otorgan dos décadas de oficio. Malakian se esforzó en demostrar que el tiempo lo ha convertido en uno de los mejores guitarristas discretos de la historia de la música. Sin estridencias, sin los habituales excesos de quienes gustan de situar la composición al servicio del instrumento, regaló una colección de esos acordes pausados, colmados de efectos, que distinguen el sonido de la banda. Serj, sin duda en su mejor momento vocal, impartió una clase de canto. Sus trabajos en solitario han terminado de consolidar la mejor garganta masculina de la escena contemporánea. Nadie como él para cambiar en un instante de registro, y pasar de lo lírico a lo gutural, sin que la transición se vuelva agresiva. A la sombra, Odadajian transmitía esa sensación de que su dominio del bajo es solo la excusa para mantener unida a la banda, el único quizá capaz de conciliar las diferentes expectativas artísticas de dos genios unidos por su amistad personal, desde los tiempos de aquel colegio armenio de L. A. en que se conocieron. Y en el fondo, Dolmayan a lo suyo, a tocar, a confirmar que también es uno de los elegidos cuando le dejas una baquetas entre las manos.
Ninguna sorpresa en el repertorio (lo de setlist, siempre me pareció una horterada). Sus temas de siempre, los que con escasos cinco álbumes los elevaron a la categoría de mitos, pero interpretados de un modo más sosegado, más rico en matices. Más acorde, quizá, con la edad que todos vamos teniendo y más justos con la infinita calidad de las partituras. De entre los herederos del rock, solo Beatles y Guns, antes que ellos, llevaron dos discos grandes al número uno yanqui en el mismo año. Sin pausa entre canciones, las prisas de los festivales, mucho menos ruido que antaño y muchas, muchísimas, más nueces, para adornar esos textos radicales, utópicos, con los que conquistaron en el 97 a millones de seguidores. Un éxtasis libertario narrado en notas musicales con un sonido impecable en la exacta hora y media que se mantuvieron sobre las tablas.
En lo personal, me quedo para la reflexión con ese momento en que sonaba Aerials, mientras miles de seres despreciaban el instante para inmortalizar en su móvil un vídeo de mierda, con el que demostrar a los ausentes su presencia o sentirse los reyes de youtube por unas horas. Pobres, pagar casi setenta euros de entrada, más doce de parking, para ni siquiera entender que la vida es eso que sucede fuera de sus pantallas; que la única revolución posible consiste en situar en su lugar la tecnología y en aprender a apagarla, cuando la ocasión lo merece... que suele ser casi siempre. Cosas de ese individualismo de masas que nos asola.
En tanto despedía la noche escuchando a Zebrahead, hasta justifiqué las pequeñas contrariedades: soportar a los que confunden diversión con molestar al vecino (lo de los empujones como gracia, con 36.000 personas apretujadas, es para partir alguna cara) y a esos «artistas» frustrados, convencidos de que adquiriste la entrada con el fin de que demuestren lo bien que se saben las letras y de escucharles a ellos y no a un tal Tankian.
Ya en el autobús, y aún alucinando por la mejor versión posible de Toxicity, reflexionaba sobre el motivo de mi adicción a System of a Down. Lo hallé en esa especie de bipolaridad musical que padezco desde la juventud. Entonces me permitía adorar en igual medida a los Clash (mis ídolos de la época) que a Roxy Music o Wim Mertens; hoy me obliga a no perderme un solo concierto de Bjork (por supuesto de Rosenvinge) o … de los SOAD.
En fin, espero que les agrade esta crónica heterodoxa de una peculiar noche de San Juan en compañía de System. Esperemos que no tengan que pasar otros doce años hasta que vuelva a coincidir con ellos. Ya transitaron por estos viernes (enlazo por si apetece) y regresarán sin duda en cuanto se cruce alguna otra excusa. Feliz #VDLN, feliz semana. Si el jefe José María decide continuar en el verano con esta historia, hasta la próxima con otra crónica de Robe o de Tequila, según me pille, o con un formato quizá diferente; si no, tal vez hasta septiembre. Para otros menesteres seguiremos con las publicaciones del blog, aprovechando que con el calor nos suele leer menos gente. Salud y libertad.
No me extraña que te gusten, son muy buenos!! Buenas canciones, buena voz, buena música...Me ha encantado escucharlos, y me alegro que los disfrutaras en directo la noche de San Juan! Feliz semana!
ResponderEliminarUna crónica que podría publicarse en cualquier revista musical de calidad. Poder escuchar a un grupo que te guste en la noche de San Juan no tiene precio.
ResponderEliminarFeliz #VDLN
Pues eso pensaba yo, mientras te leía: joder, como escribe este tío, de revista musical. Genial las canciones, bien elegidas. Y lo de las camisetas..., es tan difícil y caro encontrarlas de algodón ecológico y antiexplotación al tiempo, lo sé xq ahora mismo estamos en ello. Desde luego lo de 35 y sin aunar ninguna de esas dos condiciones: capitalismo globalizado.
ResponderEliminarQué grande eres, Rafa. y que gran #VDLN. Te leo el viernes que viene ;)
ResponderEliminarAunque no es un género musical que me vuelva loca, es demasiado interesante leerte como para dejarlo pasar.
ResponderEliminarBesos.