El ángel exterminador
Tras una plácida tarde de ópera, una buena representación de la top class mexicana, asiste a una cena social en la lujosa mansión de los
Nóbile. Nada mejor que un acto de ese corte para que cada
cual exhiba sus más ostentosas joyas y demuestre a los otros lo bien que
sienta el éxito. Mientras el servicio abandona de modo precipitado la finca, los huéspedes adquieren la convicción de que por una desconocida causa son incapaces de
salir de allí. En apariencia, nada lo impide. Puertas y
ventanas se abren con normalidad. Es como si no recordasen que fuera
de esa cárcel de oro existe vida. La vida. Como si hubieran olvidado
el gesto de girar un pomo, salir a la calle y respirar. Al principio hasta hace gracia. Con el paso de los días, el alimento y la bebida
escasean, los personajes enferman y la basura se amontona. Rebaños
de una fauna insólita para un salón, campan placenteros por las
estancias: corderos, un oso, unas patas de pollo … Incontables
sucesos repetidos, diálogos desatinados y continuas alucinaciones
sustituyen al oxígeno en una atmósfera cada vez más insana. Lo
absurdo se transforma en cotidiano; lo imposible en obvio. Los
exquisitos modales del principio fallecen al implacable ritmo del segundero. Algunos quedan perplejos ante lo estúpido de la escena. Los más se
comportan como salvajes perros asilvestrados. El grupo, inmerso en
si mismo y gobernado por el individual instinto de conservación, se
descompone. No colaboran, compiten. Agobios y paranoias viajan
acomodados en billete de clase business.
Nosotros, nuestra sociedad, nuestro
mundo, nuestros grupos, nuestras asociaciones y hasta nuestras
parejas, familias o similares, nos encontramos hoy atrapados en la
capitalista mansión de los Nóbile. Como los personajes de “El
ángel exterminador”, genial drama escrito, dirigido y rodado por Buñuel en el México de 1962, quedamos prisioneros de
nuestra propia conducta y de nuestra incapacidad colectiva. Los
sirvientes huyeron a tiempo. Partieron de regreso a sus lugares de origen o emigraron a otras haciendas menos problemáticas. O con rastas y a
lo loco, encontraron su limbo en los suburbios de nuestras ciudades.
En eso que con cierto tono de desprecio denominamos “mundo alternativo”.
Quienes por circunstancias vitales
ajenas al caso, hemos consumido buena parte de nuestra existencia en
esa complicada cárcel sin barrotes, sabemos que el camino se vuelve árido. Que el perpetuo sentimiento de incomprensión horada hasta las
entrañas más resistentes. Que esas celdas se tornan difíciles de habitar
y casi imposibles de evitar. Que se sufre. Que se sufre mucho. Que salir se hace caro y también lo barato que resulta el regreso. Hay
que operar a corazón abierto y sin unas razonables garantías de
éxito. Conocemos el riesgo de que parafraseando a Sabina, la vida siga, "como siguen las cosas que no tienen mucho sentido".
La huida solo es posible en grupo.
Todos o ninguno. Los imaginarios cerrojos se muestran vagos e indispuestos para trabajar cada vez que a alguno se nos antoje cambiar de
escenario. Quien no tenga manada que aúlle y la encuentre. Al final da igual una que otra. Lo esencial, al estilo de los trenes antiguos, es
compartir el viaje con una compañía que nos resulte cómoda. No hay
territorio para la excepción. Al menos en la película, la puerta
solo se muestra cuando todos recuperan exactamente la posición que
ocupaban al principio del disparate y la lira interpreta la misma melodía que entonces...
Mucho se ha discutido sobre el
movimiento cultural al que adscribir la obra. Unos se
inclinan por el ultraísmo. Los más por el surrealismo. Discrepo. Lo
tengo claro. Se trata de una profecía. Solo que diferente a aquella estupidez que nos contaron de Nostradamus, o al marketing vende vírgenes de "Los Secretos de Fátima". Esta
se ha cumplido. Como en el difunto rockola de la madrileña calle Padre Xifré, vamos a colocarnos y a empezar a tocar. Iniciamos el
concierto. A ver si tenemos suerte y estamos cada uno en el lugar que
nos corresponde.
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