Sáquenme de aquí

Creo que en algún momento de la vida llegué a considerarme fotógrafo. Malo, pero fotógrafo. Fue en la edad de los metales, cuando la plata, los reveladores y el papel, formaban parte del ajuar de cualquier aficionado. Una época en la que Ilford y Velvia no se confundían con el nombre de algún futbolista y en la que distancias focales y sensibilidad de la película eran conceptos auténticos; no una traducción de este Mundomatrix en que hemos enclaustrado el arte. Quizá así se explica mi natural tendencia a condensar las ideas en imágenes; a "ver" los pensamientos. Ayer, en ese Madrid nocturno que tanto me agrada, hallé una de esas visiones.


Era tarde para un diario. Salía de un teatro en el que con estricta lealtad a la tradición ibérica, se empezó con retraso y se terminó con prisa. Un viejo conocido, fiel a su afición de retratar madrugadas, incita a un grupo de jóvenes a esparcir basura y practicar el popular deporte del vandalismo callejero. En premio, conquista una de esas espontáneas imágenes urbanas tan del gusto de los catálogos turísticos. Por lo visto, los ingleses y otras especies bárbaras lo consideran divertido.

Al llegar a Callao, me detengo en el semáforo que regula el cruce con Gran Vía. A mi espalda la reformada Calle de la Luna, informa que marcho en la dirección correcta. Levanto la mirada y se aparece ante mi la sociedad contemporánea. Fue una especie de flashback lisérgico. Por un instante, tuve ante mis ojos todo nuestro pequeño país estúpido.Un retrato en blanco y negro, en Ilford FP4, de los absurdos tiempos que nos toca vivir.

Junto a los contenedores, se amontona la basura de una semana. Por toda la plaza revolotea la mierda esparcida a mitades estrictas entre el viento y los piquetes. Detrás, las luces de la FNAC y del Corte Inglés nos venden felicidad en cómodos plazos mensuales, a un módico interés del 17%. Una leve mirada hacia atrás, descubre un burger en el que todavía a esas horas, decenas de ciudadanos devoran entre la basura, raciones de comida basura. Casi en las puertas del cine, dos policías locales sancionan a un violinista que ya recogía. Está prohibido tocar en la calle. El ruido es un privilegio exclusivo de macarras y de vehículos a motor. Y mientras tanto, la gente que circula ante todo eso sin detenerse, sin protestar... Sin ni siquiera echar un vistazo al absurdo que tienen alrededor. Lo validan con su indiferencia.

El pitido del semáforo al autorizar el paso de los peatones, devuelve el movimiento a la realidad que observo. A mi memoria se le aparece una vieja canción de Tequila. Se titulaba ¡Qué pasa conmigo! Y era aquella en la que Alejo gritaba: ¡Sáquenme de aquí! A las doce y media en mitad de la Plaza de Callao, grité lo mismo y con la misma fuerza que el señor Stivel en aquel viejo vinilo. Tuve suerte. Los polis pensaron que era un gamberro borracho. Si llegan a sospechar que canto, no me libro de la multa.

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