Hacienda somos todas

Por estricto consejo de mi psicoanalista, cada noche, intento vaciar la mente antes de emprender la batalla contra el insomnio. Con mal sentido y peor técnica, escribo relatos absurdos, verdades inventadas o mentiras reales que nunca verán la luz. No merecen la pena. Son de exclusivo uso terapéutico. Ni siquiera los corrijo. Simples sucedáneos del sueño REM. Sin razón aparente, hoy, como excepción, rescato de las tinieblas uno de ellos. Amenazo con casi cinco páginas. Como diría nuestro ex: lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir. 


...
Que mal se aparca en Madrid. Recorrer Andrés Mellado con la esperanza de descubrir un lugar en que bajarse del coche, resulta un martirio medieval. Aunque nuestras pretensiones no pasen de un mísero hueco con derecho a multa, se antoja bien tan escaso como la decencia en un Consejo Ejecutivo de la CEOE. Me detengo en un semáforo. El tipo que me cubre las espaldas no tendría precio en un western. ¡Qué rapidez en desenfundar el claxon!. Si es igual de veloz en todos los ámbitos de la vida, compadezco a su pareja. Ni me inmuto. Recuerdo la frase de cabecera de mi psico: “sin estressssss”. La pronuncia alargando la ese final, como si con ello regalara unos centilitros extras de calma. Aunque creció en Chamberí, cuando dicta esas palabras lo hace con un cierto tono porteño. Podría influir la nacionalidad de su madre, pero me inclino por esa costumbre tan de nuestro tiempo de pronunciar cada ciencia en su idioma dominante. Si para la tecnología usamos el inglés, el acento argentino resulta muy adecuado en una profesional de las tinieblas de la mente.

En cada visita a la Delegación de Hacienda, repito idéntico ritual. Me detengo en General Asensio Cabanillas y confío el coche al continente africano. La última ordenanza establece sanciones sin mesura para prestadores y usuarios del servicio autónomo de parking. Pero una cosa es ir “de traje” por exigencias del guión y otra que hayamos firmado un armisticio con el Estado. Puestos a soltar la pasta, prefiero dejársela a los negros de Guzmán el Bueno, antes que al Ayuntamiento o al dueño de uno de esos garajes-estafa, tan frecuentes en esta ciudad. Evito por discriminatorio lo de “subsaharianos”. Entiendo su raza tan respetable que no preciso eufemismos. Un simple rasgo distintivo. Si nos parece normal llamar rubia a una rubia, no concibo impedimento en designar como negro a un tío de Sudán.




– Cuidármelo bien – solicito, mientras entrego al que aparenta liderar el grupo, las llaves y los tres euros en que taso el servicio. Más o menos el coste de la ORA .

En agradecimiento, me regala una de esas enormes sonrisas africanas.

– Si,si. Tu marcha tranquilo. No problemas –

Entre señales luminosas, policías locales y estúpidos al volante, voy tarde. Como siempre. Sin estrés, pero tarde. Hace tiempo que mi vida no cabe en un reloj. En la citación constaban de modo preciso las 12:30 como hora para el inicio de actuaciones. Son más de la una menos cuarto y todavía no he pasado el control de entrada.

Al atravesar el término municipal del escáner, se me viene a la memoria una anécdota envejecida. Corrían los años buenos para el sector inmobiliario. Nos dirigíamos a una inspección, similar a la de hoy, pero en pesetas y con muchos más ceros. Entonces me acompañaba el cliente. El se calificaba a sí mismo como VIP. Yo consideraba más adecuados otros adjetivos que por respeto a quien, a fin de cuentas me pagaba las minutas, evito difundir. Noté una tensión desproporcionada. A todo individuo sensato, se le acelera el pulso al entrar en una Delegación de la Agencia Tributaria; sobre todo cuando va a ser objeto de una comprobación fiscal. En aquella ocasión percibí un afecto sin mesura hacia el maletín que llevaba cosido a su mano derecha. De los buenos. De piel y de la cara. Pero ni así me pareció normal tanto afecto a un trozo de vaca muerta.

– ¿De dónde vienes? –
– De la notaría de Marqués de Salamanca. Tenía una firma. Al final he vendido lo de General Yagüe – contesta.
– Oye ahí no traerás … –

Lo delató una de esas inequívocas expresiones con las que los niños reconocen “me has pillao”.

– ¡Qué cojones tienes. Venir aquí con eso! ¿Tú eres consciente de dónde estamos? –
– ¿Y qué voy a hacer ? No lo iba a dejar en el coche. –

Razón tenía. No hay en el mundo un lugar más seguro para 100 millones de dinero negro que la sede central de la Agencia Tributaria. Me pareció hasta raro que cupieran en ese recipiente veinte mil billetes de cinco mil pesetas.




Las llaves me juegan una mala pasada. A la segunda, apruebo el detector con con un cuatro con siete... y la buena voluntad del vigilante. Cruzo el patio para dirigirme hasta el otro control; el que separa la Administración en sí, de las Dependencias Regionales de Inspección y Recaudación.

– ¿A donde va? – interroga más que preguntar la segurata.

Aunque estoy convencido de que mi respuesta resulta indiferente, contesto con obediencia:

– A la octava. A una comprobación de IVA. –

Tomo el ascensor y pulso el botón de la ocho. Coincido con un par de funcionarias y con un tipo de traje impecable que debió gastar el tiempo de la ducha en untarse con esmero la gomina. Mucha fachada, pero ya desde la media distancia se aprecia un aroma “fuerte,” a ese sudor rancio, ennoblecido en barrica de roble. Como en el baloncesto, en cada parada unos salen y otros entran. El del olor a choto se baja en la tres, pero deja su alma inmortal que se queda con nosotros hasta el fin del trayecto. Los nuevos, repetían el gesto de olerse con discreción la axila. Un modo de confirmar el carácter exógeno del “ambientador”. Supongo que los más veteranos en la cabina cargaríamos con la culpa. No era cuestión de explicar a cada nuevo viajero: ” ha sido un tipo con gomina que se bajó en la tercera”.

Por algún comentario, deduzco que el ordenanza de planta se encuentra en su estado habitual: desaparecido. La propia inspectora “que pasaba por allí”, me conduce hasta el despacho en que atienden las visitas. Con la limitada gentileza propia del gremio, me invita a sentarme.

En cuanto la fuerzo un poco, mi mente reclama estatuto de autonomía. En el momento menos oportuno, se lanza a navegar por ese universo de fantasía que empiezo a mezclar con la realidad. Me van a meter un puro del copón, pero por lo menos la tía es maja. Se trata de una de esas mujeres de edad neutra. Por inadecuada, ni me planteo la pregunta. Cualquier respuesta entre 35 y 45, hubiera resultado convincente. Intento centrarme en el curro. Poco que hacer. Unos sesenta mil euros de cuota en dos años. Con sanciones e intereses nos vamos por encima de los ciento cincuenta mil. La ruina para la empresa, para el capullo de mi cliente y … para los pocos empleados que quedaban.

La mujer recoge la documentación con una lentitud tan desesperante que me resulta próxima. La padezco en alguien de mi entorno. Primero la representación y las fotocopias de los DNI's ; después las escrituras; luego los libros y los justificantes. Tiene tan claro como yo que me voy a comer un marrón del quince.

– ¿Bueno pues usted dirá?, pero en una primera vista aquí faltan muchas cosas. –

Me quedo parado. Esta vez de un modo intencional. Como cuando en una partida de ajedrez el rival pulsa el reloj y consumo el tiempo que me corresponde en definir la estrategia. Dudo entre una defensa grunfeld que garantice un largo juego posicional o jugármela al todo o nada de un cruento intercambio de piezas. Si el asunto fuera personal, no lo pensaba. Me tiro al vacío y a ver que pasa. El estilo con el que siempre enfrenté la vida. Pero hablamos de trabajo y de un tercero y eso ya es diferente. La funcionaria aprieta. Por momentos creo que confunde mi reflexión con debilidad.

– Usted no sé, pero yo no tengo todo el día. Habrá que ir concretando algo. Si puede justificar las cuestiones que planteo, hágalo. Si no, consignamos en diligencia esas circunstancias y suspendemos las actuaciones hasta dentro de quince días. Para entonces ya me habrá dado tiempo a revisar en profundidad los documentos que aporta.–



No me agrada el tono. Me siento casi traicionado. Yo juego limpio y ella con todo a favor, salta con ironías. Decido quitar la máscara al libertario que llevo dentro. Me aflojo un poco ese instrumento de opresión capitalista que llamamos corbata; resoplo y … adelante. Con el cuello más libre ...¡Viva Durruti!

– ¿Te importa si nos tuteamos?. Aunque luchemos en bandos opuestos, somos compañeros de oficio y me voy a sentir más cómodo. Me condenas al envejecimiento prematuro si me tratas con la distancia que marca el usted. Bastante mayor soy ya como para que añadamos argumentos –

Espero parecer el imbécil perfecto. Con independencia de mi talento natural para el cargo, forma parte de la puesta en escena. Alterno el modo de dirigirme al contrario en función de los objetivos a alcanzar. Si jugamos con blancas y ventaja posicional, mantenemos el usted. Resulta más distante, más incómodo; nos hace más profesionales y ceñirnos más a la norma. El tú lo empleo cuando llevamos negras y dos piezas menos. El efecto colega suele mostrarse útil para desinfectar desgracias. La inspectora asiente aunque no la percibo demasiado predispuesta a la comprensión. Es un Miura. No tiene medio pase. En memoria de la afición taurina de mi padre, clavo las zapatillas en la arena, arrojo la muleta al suelo y cito con el cuerpo. Sin trampa, sin engaños.


– Mira Violeta, los dos sabemos que yo podría dilatar el procedimiento, tratar de cocinar unas facturas, minimizar cuotas y esperar algún fallo por tu parte para intentar salvar a mi cliente. Pero me has pillado en un día gris. Estoy harto de facilitaros el trabajo sucio y la conciencia limpia a los funcionarios. Lo siento chica, te ha tocado. Hoy vas a ser tú quien decides. Te voy a contar la verdad y tendrás que tipificarla en conciencia. –

Hago una pausa. Mitad para tomar aire, mitad para observar la repercusión de las palabras en mi interlocutora. Ni suelta un sonido, ni mueve una pestaña. No se lo esperaba. La expresión de su rostro la interpreto como un gin tónic de incredulidad y expectación. Trago saliva. El agua para los “clientes” resulta un lujo inasumible en estos tiempos de presupuestos ajustados.

– Este tío era un currito. Un trabajador por cuenta ajena, contratado por una gran constructora para realizar las instalaciones eléctricas en sus obras. Un buen día, sus jefes lo convencen. Mucho mejor convertirse autónomo. Donde va a parar. Ellos le darán todo el trabajo y no dependerá de nadie. Al fin, cumplirá el viejo sueño de todo empleado. Ser su propio amo. Ganará más; en parte por el sobresueldo ofrecido y en parte por la reducción de cotizaciones sociales. “Chaval eres un emprendedor”. Para completar el engaño, un gestor sin escrúpulos aconseja a nuestro “chispas” constituir una S.L. El cliente la caga; el “profesional” cobrará el doble por unos servicios innecesarios. Los veranos en el pueblo se vuelven memorables. El crédito fluye con facilidad. Mediante leasing se hace con una furgo de las buenas y por renting con un cochazo alemán desde el que mostrar al mundo su personalidad. Si el hombre es un clásico, se compra un Mercedes; si es un poco hortera, se inclinará por un Audi; si es muy hortera, no se libra del BMW. Mientras la economía crece y el negocio va bien, perfecto para todos. La patronal contiene costes y elimina la necesidad de provisionar partidas para futuros despidos. El tío lo flipa. Chalé (con hipoteca además de con piscina, pero chalé), buga de lujo, buenas comidas, buenas bebidas y, en función de los hábitos de cada cual, hasta otras “cosas” caras que la educación impide mencionar.–

Para mi sorpresa no me interrumpe. Antes de que se arrepienta, continúo con el rollo:

– Con el tiempo contrata los curritos que suelta la empresa. A cambio de más obras, acepta subrogarse en las condiciones laborales de sus antiguos compañeros. Perfecta simbiosis. Los jefes de antes ahorran en indemnizaciones y él alimenta su ego. Los sindicatos lo toleran y casi lo aplauden. Desde que Gerardo Iglesias volvió a la mina, solo se preocupan de mantener subvenciones, liberados y monopolios como el de la formación. Que van a decir.

Cuando las cosas empiezan a torcerse, nuestro hombre, agobiado por el excedente laboral, busca nuevos mercados. Los Ayuntamientos parecen un buen objetivo. Pagan tarde, pero pagan. Si el contrato merece la pena, habrá que rascarse el bolsillo y ofrecer algún detalle al concejal de turno. Según el montante, puede consistir en dinero, en hacer por la cara la instalación de su casa nueva (todos los concejales de urbanismo tienen casa nueva) o si el asunto resulta poca cosa, vale con un par de noches en un puti apañao. –

Alucino. Cualquier otro funcionario, hace rato que me hubiera mandado callar o algo peor. Pero esta mujer atiende inmutable al mitin. Con un par de miradas al reloj, me advierte que el turno se agota.

– Al final la constructora presentó concurso y le dejó un agujero inasumible. El banco le quitó casa, furgo y coche. Cayó en depresión y al tiempo que a su mujer, perdió una buena parte de las amistades. Los colegas de copa y fulana desaparecen cuando escasean las unas y las otras. Los Ayuntamientos le deben dos años, pero él tuvo que adelantar el IVA de las facturas sin liquidar. Vosotros mismos tenéis pendiente la devolución del ejercicio anterior. Y ahora para que cobren los bancos, vienes tú a exigir que vuelva a adelantar la pasta. Será legal, pero no ético. Cuando aprobáis la oposición, los ciudadanos os contratamos para aplicar las leyes en función del fin para el que fueron previstas; no como meras herramientas de recaudación. No para que un capullo al que engañaron, pague lo que ni siquiera se intenta cobrar a los poderosos. Eres libre de creerme, pero como levantes el acta que intuyo, te cargas a este tío. Se mata. Aunque en buena parte lo merezca, no se halla en condiciones ni económicas ni psíquicas de soportar otro golpe. –

Al concluir, nace un denso silencio. Lo rompe Violeta que en voz baja y muy pausada, cuestiona:

– ¿No pretenderás que haga constar todo eso en diligencia, verdad?
– No. Solo necesitaba desahogarme. Convivo con esto a diario y, a veces, hay que saber decir basta. Perdona. Ya te lo comenté al principio. Te tocó a ti. Lo siento. Haz tu trabajo.

Esta vez la pausa resulta mucho más breve. La rompe de nuevo la funcionaria:

-Sabes, yo nací aquí, en Madrid, pero mi abuelo era de pueblo, de un pueblo de Extremadura. Si te hubiera escuchado diría que eres de esas personas capaces de vender un melón a un gitano. Más que asesor, pareces un comercial, un tratante que volvería a decir el viejo. Un demagogo parcial y sectario, pero en algo tienes razón. Hay que aprender a decir basta. –

Me froto los oídos. En años de oficio es la primera vez que la Inspección manifiesta de modo explícito que va a hacer la vista gorda. O al menos eso he creído entender. Supongo que el expolio de sus pagas extras y el aumento teórico de la jornada, se aliaron de algún modo con mi causa.

De seguido me coge la mano entre las dos suyas y se aproxima, como si fuera a revelarme un secreto de amor adolescente. En voz muy baja, comenta, casi susurra :

– Vamos a recoger en diligencia los documentos que aportas. El próximo día me traes las facturas necesarias para completar lo que habéis declarado. Deja un margen. Algo tiene que salir en el acta. Ya que vamos a hacer de Robin Hood, hagámoslo bien. Que quede la cuantía que tu cliente pueda asumir. 
Si los importes no son muy grandes no te pediré ni los comprobantes de pago, ni verificaré los cruces de 347. Te devuelvo el envite. Haz tu trabajo. 

Tardé bastante en salir. Un problema con el bloqueo de seguridad de una de las puertas, formó un atasco propio de la Castellana en hora punta. No había manera de abandonar aquel recinto. Casi ni lo creo. La representante de la Administración me sugiere que falsifique unas facturas para no castigar a mi cliente. Suena al 1984 de Orwell y a una deshonesta proposición de afiliarme a la Hermandad.

La reunión se ha prolongado más de lo previsto. Un instintivo vistazo al reloj revela que ya son las dos y pico. Como siempre, camino en mi mundo y sin fijarme mucho ni en semáforos ni en la gente que me circunda. A todo hay quien gane. Lo de la señora que me ataca por la espalda es de preselección para el Nobel al despiste. Sencillamente no me vio y … se me abalanzó por detrás. La escena resultaría curiosa para un observador imparcial; nada comparable con mi sorpresa al identificar a la agresora.

– ¿Tanto te he molestado que recurres a la violencia? –

Violeta, muy nerviosa, casi ni me ha reconocido. Cuando lo consigue, la calma y una sonrisa, tan suave como sugerente, inundan su rostro.

– Perdona. Iba tan despistada que no te vi. No es mi estilo de relacionarme con la gente.–

Pregunto si lleva mucha prisa y en un tono hasta agradable responde:

–Pues si te soy sincera ninguna. Es la costumbre de esta ciudad y de este ritmo de vida. Me da igual coger un autobús o el siguiente. Esta semana me sobran muchas horas y al dar las dos me marchaba ya para casa. –

Seguimos caminando juntos. En un pocos metros y sin venir mucho a cuento, me puso al corriente de su vida. Aprendí que vivía cerca de Atocha, que se casó con un imbécil y que se divorció apenas dos años más tarde. Sin que nadie la preguntara, confesó hasta la edad.

Yo sí que me juzgaba apretado por el tiempo. Quería acercarme a Sol y luego comer por la zona. Unos compañeros llevaban allí varios días en huelga de hambre y sentía la obligación moral de apoyar con mi presencia. Dadas las horas, creí sensato invertir el orden de los acontecimientos. Antes la supervivencia que la solidaridad. Así, como muy de cumplido me ofrezco a acercarla a su barrio. Tengo el coche al lado y da cosa despedirse sin ofrecer el servicio de transporte. No opuso la menor resistencia. Acostumbrado a señoras educadísimas a las que hay que rogar diez veces hasta aquello que más desean, me extrañó una respuesta tan franca y, sobre todo, tan rápida.

– Que confiado eres. Yo jamás dejaría las llaves de mi coche a un tipo de estos –

– Tienes razón en lo de confiado. Hasta puedo compartir mesa con la primera Inspectora de Hacienda que se me tira encima por la calle. Si se deja, claro. Eso sí que sería confianza. –



Comentarios

  1. No tienes ningún derecho a guardarte esta cosas para tí. Al menos yo pagaría por leerlas.

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  2. Cada vez escribes mejor. Tu estilo me recuerda al de Eduardo Mendoza. Culto, sin ser cursi. Me encanta el relato, sobre todo el prólogo. Tus textos y tú, deberíais salir de las tinieblas. Bsssss

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